Fernando Vallespín: «Votar bien o mal no tiene sentido en democracia»

En su último ensayo, ‘La sociedad de la intolerancia’ (Galaxia Gutenberg), el catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y politólogo Fernando Vallespín (Madrid, 1954) ahonda en algunas de las dificultades que entorpecen la unidad social, el bien común y la armonía en los distintos estamentos: la falta de escucha, que devine en incomunicación; el exceso del tribalismo, que ocasiona una adhesión ciega a un grupo y la penalización al que disiente, que nos empobrece intelectualmente al tiempo que estimula la violencia. En definitiva, la censura absoluta y radical al otro, al diferente. 


¿Podría decirse que somos esclavos del dogma? Si es así, ¿cómo es posible que seamos esclavos de algo que nos constriñe tanto?

Yo no daría por supuesto que lo seamos. Hay una tendencia natural en todo ser humano para afirmar determinadas convicciones, pero también para cuestionar muchas de las ideas que se dan por supuestas. Esa es la dialéctica en la que nos movemos. El que se asiente una tendencia u otra es posible que dependa de contextos sociales específicos o de las propias seguridades (o inseguridades) de cada cual. En contextos en los que se favorece el intercambio de ideas, lo lógico es abrazar el pluralismo y estar dispuesto a dejarse guiar por los argumentos más convincentes, aunque esto no es una ley de hierro. Muchas personas prefieren agarrarse a sus convicciones específicas, ya sea por pereza intelectual, por dejarse llevar por las modas o por la seguridad que les otorga compartir creencias con su grupo de referencia. En una sociedad que ha dado el giro hacia lo emocional y lo tribal, lo que más parece importar es esta adscripción a los dogmas del grupo con el que uno se siente identificado.

El que seamos presas fáciles del adoctrinamiento, ¿es una cuestión de ignorancia, pereza o indolencia?

Un poco de todo, aunque la variable fundamental es el sistema educativo. Si es capaz de transmitir la habilidad para que cada cual piense por sí mismo, no deberíamos temer los intentos por estar sujetos a adoctrinamientos. Pero, para ello, hace falta también que haya un espacio público de libre intercambio de ideas, donde predominen las actitudes críticas, incluso las iconoclastas.

¿En qué momento dejamos de entendernos? 

Cuando el espacio público dejó de ser ese lugar de encuentro dirigido al entendimiento mutuo. Ahora, en gran medida como consecuencia de las redes sociales, se ha convertido en lo contrario: el lugar de la confrontación primaria, el insulto, la denuncia, las manifestaciones puramente expresivas. Que imperen los desacuerdos es lo natural en una democracia, lo que es inaceptable es que se tache de indigno a quien no coincida con nuestras posiciones políticas, que se dispare contra el que disiente. Más aún sin necesidad siquiera de recurrir a argumentos. No es que antes fuera mucho mejor –no existe un espacio público libre de interferencias–, lo que ocurre que este de nuestros días es mucho más inmediato y agresivo.

«En las sociedades de ganadores y perdedores, los conflictos antagónicos son casi inevitables»

¿Hasta qué punto influye, en esta época de oposición feroz, la incertidumbre económica, social, medio ambiental que atraviesa el planeta?

Vivimos en una época de incertidumbres, pero también de cambios acelerados en la que determinadas concepciones o posicionamiento morales empiezan a ser cuestionados. Se ha producido una censura en el mundo de la modernidad que tiene consecuencias ambivalentes. De un lado están quienes todavía se aferran al viejo modelo –Estados nacionales, fronteras, homogeneidad étnica, valores tradicionales– y, de otro, los que han conseguido adaptarse mejor a estos tiempos más cosmopolitas. En paralelo, se ha producido un proceso de transformación socioeconómica que ha originado ganadores y perdedores de la globalización. Y esta contradicción se manifiesta en la apertura de nuevas fracturas, como la de campo/ciudad o la generacional. Lo que sí llama la atención es cómo nos aferramos a soluciones simplistas, como las que ofrecen los populismos cuando todo ha devenido en algo mucho más complejo. O por qué decidimos guiarnos por las emociones cuando ahora, más que nunca, debemos hacerlo por la razón. El desafío ecológico, por ejemplo, necesariamente deberá provocar una reorganización completa de nuestros sistemas productivos, y ahí es imprescindible contar con el conocimiento experto. Las invectivas emocionales, por muy comprensibles que sean, no solo no ayudan, sino que contribuyen a impedir una salida racional de este problema urgente.

Usted asegura que el meollo de esta sociedad de la intolerancia hay que buscarlo en el tránsito del pluralismo al tribalismo. ¿Tanto hemos retrocedido?

Tiene que ver con lo ya dicho sobre la reconstrucción del espacio público, esas posibilidades que se abren para conectarse a grupos que antes solo lo podían conseguir mediante alguna estructura organizada. Hay que tener en cuenta que la opinión se enhebra hoy en gran medida a partir de enjambres que se mueven de unos temas a otros. El viejo sujeto autónomo de la tradición liberal, que se presuponía que accedía a su propia opinión, está desplazándose hacia un sujeto que se adscribe de forma casi mecánica a lo que considera que son sus afines. Esta distinción, casi siempre identitaria, es lo que presiona hacia una toma de partido casi automática hacia casi todo lo que hace acto de presencia en el debate público. El resultado, como es obvio, es que no se debate; se confronta. Las opiniones aparecen adscritas a enmarques de la realidad proporcionados por cada grupo; estos son los que se compran, no el posicionamiento reflexivo a partir de la introducción de matices o la muchas veces deseable equidistancia.

Ese regreso al tribalismo, ¿guarda relación con cierto fracaso del multilateralismo político, a escala internacional?

Aunque ocurre también en la esfera de las relaciones internacionales, lo más preocupante es su dimensión interna, la polarización que está provocando. En la esfera internacional siempre han predominado posiciones de interés de los Estados, bien insufladas de nacionalismo.

La cultura de la cancelación, «uno de los más extraños y peligrosos fenómenos políticos» a su decir, podría recordar al sambenito de la Inquisición. ¿De qué manera podría desterrarse esta práctica?

El primer paso debería ser la «desmoralización» de los conflictos, renunciar a presentar nuestras posiciones políticas como si se trataran de rígidas normas morales. Detrás de la cultura de la cancelación se esconde la premisa de que quienes la practican poseen un acceso privilegiado a lo que es el bien. Esto les «empodera», como se dice ahora, para sancionar a quienes consideran que se desvían de lo moralmente correcto. Ellos deciden libérrimamente qué es racista o sexista, se erigen en apóstoles de la virtud, en nuevos inquisidores que se autoarrogan la capacidad para señalar a los «desviacionistas», a quienes deben de ser intervenidos.

«Tenemos que tomar conciencia de que no habrá solución para nuestros problemas sin cohesión social»

En una sociedad como la nuestra, en la que existe un pluralismo de valores e instancias judiciales para sancionar delitos como la calumnia u otros excesos verbales , la práctica de la cancelación equivale a dejar en clara situación de indefensión a quienes se ven afectados por aquella. El caso es que la mayoría de los posicionamientos woke responden a la voluntad de hacer prevalecer valores que son perfectamente respetables y que la mayoría tenemos interiorizados; el problema está en la forma en la que se hace, tratando de negarles el pan y la sal, convirtiéndolos en parias sociales. Esto es lo inquisitorial. Como digo, será difícil hacerle frente, pero lo que ya se observa es una reacción muy visceral también desde la otra parte. Una de las causas de la buena salud del populismo reside precisamente en su capacidad para romper con ostentación y malas maneras con los tabús y las proscripciones woke. El resultado está a la vista: la aparición de esa derecha «sin complejos» que despotrica contra la inmigración o el feminismo y aborrecen todo lo LGTBI. El panorama es bastante desolador, pero no hay que perder la esperanza, aún somos mayoría quienes adoptamos un enfoque más sensato y ajustado al sentido común.

¿Esta desquiciada corrección política amainará?

No lo sé. Hay ya mucha gente, sobre todo en Estados Unidos, que ha interiorizado el lenguaje políticamente correcto y se autocensura. En muchos lugares se es tremendamente cauteloso a la hora de pronunciarse sobre según qué temas. El impulso por evitar las consecuencias de lo que decimos o publicamos prevalece así sobre la libertad de expresión. En cierto modo, se extiende una cierta indefensión frente a las acusaciones, no hay posibilidad de réplica; la presunción es que uno es culpable, que si es señalado es porque, en efecto, ha incurrido en algún desatino. Con todo, en algunos espacios, como las universidades anglosajonas, y no solo ellas, la situación es poco edificante. La universidad, que debería ser el templo de la libertad de expresión, se ha convertido en todo lo contrario: ahora trata de defenderse de la exteriorización de las ideas porque siempre habrá algunas que producen «incomodidad» o malestar a algunos estudiantes. Si este hubiera sido el rasero por el que enjuiciar lo que es lícito que sea dicho, no se hubiera producido jamás la Ilustración ni hubiéramos avanzado hacia sociedades abiertas.

Que la opinión (imposible tantas veces de verificar) haya sojuzgado al juicio crítico, que la verdad haya perdido valor (las fake news, pese a saberse que lo son, persisten), ¿qué peligros entraña para las democracias a medio-largo plazo?

Cada cual tiende a dar por buena la presentación de la realidad que obtiene de los suyos. A esto se le llama «epistemología tribal». De lo que se trata, por tanto, es de ofrecerles continuamente lo que en el fondo desean ver, leer o escuchar… la manipulación es constante. El peligro para la democracia estriba en que, de este modo, acabamos perdiendo los referentes compartidos, ese mundo común al que siempre se refería Hannah Arendt. Si los datos de la realidad que reciben unos u otros no coinciden, el entendimiento deviene imposible. Recordemos lo que pasó en España con la teoría de la conspiración sobre los atentados del 11-M, a la que se aferró como un clavo un importante sector de la derecha política; o las posiciones antagónicas sobre la vacunación durante la pandemia, donde un importante grupo social negó hasta el final las evidencias científicas. Otra de las consecuencias es que favorece la polarización, ya que los medios se sintonizan para ofrecer siempre una visión en negativo del contrario, aunque para ello tengan que inventarse noticias o dejar fuera determinadas evidencias. Con todo el peligro que esto entraña, prefiero pensar que hay formas de atajarlo, aunque sea en parte. La responsabilidad a este respecto de los medios de prestigio es clave. Si estos acaban cayendo en un partidismo desaforado, sí que estamos perdidos.

Esta «sociedad del estancamiento», ¿es crónica?

Es desconcertante. Las sociedades modernas, como dice el sociólogo Hartmut Rosa, están sujetas al principio de estabilización dinámica: para mantener su estructura deben sintonizarse al crecimiento, la velocidad, la innovación. Hoy parece que tanto movimiento, tanta aceleración, no nos hace progresar, que los problemas permanecen estables; no paramos de intervenir sobre la sociedad, pero las cosas siguen más o menos igual.

«El impulso por evitar las consecuencias de lo que decimos o publicamos prevalece sobre la libertad de expresión»

Como digo en el libro, es un «dulce más de lo mismo», no «progresan» pero tampoco se derrumban, el nivel de vida sigue siendo alto. Los problemas se enquistan, sobre ellos se debate sin parar, pero la estructura sigue inalterada, en gran parte porque las posibles soluciones exigen reformas que son muy difíciles de imponer políticamente. La cuestión no es solo de índole económica, hay también un deterioro institucional y un indudable agotamiento cultural e intelectual. Vamos a ver qué ocurre ahora con las consecuencias económicas de la guerra y la crisis energética. Quizá dentro de unos años echemos en falta el estancamiento que ahora lamentamos y lo veamos bajo el prisma de aquellos tiempos mejores que hemos perdido. Lo que sí puede producirse es una mayor conciencia de la necesidad de unirse en torno a los principios y valores de Occidente y despertemos de ese cansancio civilizatorio al que aludo en el libro. Lo único evidente ahora mismo es que se ha producido una cesura como consecuencia de la guerra de Ucrania, que podrá distinguirse nítidamente entre un antes y un después de ella. Todo lo demás es incierto. Lo deseable, desde luego, sería una Unión Europea más unida y una mayor apuesta por hacer frente a las amenazas ecológicas o de seguridad sin poner en peligro los presupuestos de la democracia.

¿Qué haría falta para recuperar cierta concordia, ecuanimidad (palabras ausentes en el discurso público, por cierto)?

Antes de nada, tomar conciencia de que no habrá solución para nuestros problemas sin cohesión social. Basta ver lo que ocurre con el modelo americano, una sociedad tremendamente desigual y sujeta a divisiones políticas gravísimas y estériles. Una cosa tiene que ver con la otra. En sociedades de perdedores y ganadores, donde hay importantes focos de marginalidad social, los conflictos antagónicos son casi inevitables. Más aún si encima se superponen a diferencias de tipo étnico. El malestar social es una variable decisiva. Pero también lo son las pautas básicas de la cultura política. Alemania, por ejemplo, tiende a la solución consensual de los conflictos; Francia o España están en el lado contrario. Los franceses tienen, al menos, un sistema electoral que sobrerrepresenta a la mayoría, lo cual no es nuestro caso, y eso hace que aquí sea todavía más difícil llegar a acuerdos transversales entre fuerzas políticas. El bibloquismo en el que hemos estado inmersos en los últimos años no augura nada bueno. Sobre todo, y en esto nos parecemos a la situación estadounidense, porque predomina una visión de partidismo negativo; no nos une tanto el amor por los nuestros cuanto la animadversión por quienes consideramos nuestros adversarios. Hasta que esto no se cambie –y ahí son muy responsables los medios partidistas– no veo fácil la senda hacia mayores niveles de concordia. Esperemos que la cosa cambie cuando tomemos conciencia de los inmensos problemas a los que nos hemos de enfrentar en los próximos años.

«Se ha criticado el giro de Cataluña hacia partidos independentistas, pero se ha pensado poco en sus causas; sin este dato fundamental acabamos no entendiendo nada»

¿Cómo convivir con la «paradoja de la tolerancia» de la que habla usted y Bernard Williams? Por ejemplo, con el hecho de que Bildu o Vox estén en el Congreso.

La paradoja de la tolerancia consiste en que se nos pide que toleremos lo que no nos gusta, aquello de lo que discrepamos. Si no lo hacemos caemos en la intolerancia, pero no podemos tolerar sin más, sin sentir a la vez que traicionamos gran parte de lo que somos. Es el caso de muchas actitudes ante Vox o Bildu. Cada uno de estos partidos encuentra comprensión en su bloque respectivo, pero desde el otro producen urticaria. Aun así, los votos que han obtenido son tan legítimos como los que van a otros grupos políticos. La distinción entre «votar bien o mal» no tiene sentido en democracia, cada cual representa lo que representa, y si no nos gusta hay que intentar seducir a dichos votantes para que abandonen las posiciones extremas y cambien el sentido de voto. Los estudios sobre el populismo han sacado a la luz cómo el voto a estos partidos es expresivo de que algo no funciona en nuestro sistema representativo. Atendamos a cuáles son las causas que producen este resultado antes de demonizar a quienes optan por ellas. Sé que no es sencillo, pero tampoco es un ejercicio imposible de hacer. Por ejemplo, mucho se ha criticado el giro producido en Cataluña hacia partidos independentistas, pero se ha pensado poco en por qué se ha producido. Sin este dato fundamental acabamos no entendiendo nada.

De las sociedades que usted conoce, ¿cuál es la más y la menos tolerante?

Las que poseen un mayor grado de calidad democrática son los países escandinavos: Suiza, Holanda, Nueva Zelanda, Canadá, Alemania… La tolerancia presupone una buena interiorización de las virtudes cívicas, ella misma pueda que sea una de las más importantes. Respetar al otro en sus opiniones o elecciones vitales es un imperativo de moral pública. Las menos tolerantes, aparte de aquellas con firmes y rígidos principios religiosos, como las islámicas, suelen ser las más polarizadas. Es el caso ahora mismo de los Estados Unidos. En España podemos caer en algo similar, pero el camino que emprendimos desde la Transición para aceptar las peculiaridades de aquellos con los que discrepamos creo que aún no se ha agotado. La gente común no ha caído en los posicionamientos cainitas que observamos en algunos grupos políticos. Esto nos ofrece razones para la esperanza.

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